Reflexiones Generales (Año 2010)

Historia de la Teología

     

CARACTERÍSTICAS CULTURALES, ACCIONES Y ESTRUCTURAS CONCRETAS DE ATENCIÓN A LOS POBRES EN LOS PRIMEROS CUATRO SIGLOS DE LA IGLESIA CRISTIANA

 

 

El emperador Constantino I el Grande se convirtió al cristianismo aproximadamente en el año 312. A partir del Edicto de Milán en junio del año 313, se otorgó jurídicamente a los cristianos libertad de culto; este edicto fue firmado por los emperadores romanos Constantino I, dirigente del Imperio del Norte o Imperio Romano Occidental y Licinio, dirigente del Imperio del Sur o Imperio Romano Oriental, respectivamente (Edicto de Milán, 2010). Después del Edicto de Tesalónica, decretado por el emperador Teodosio el Grande el 28 de febrero del año 380, este edicto fue oficialmente hecho público el 24 de noviembre del año 380, en el cual se proclamaba el cristianismo como religión oficial del Imperio (Edicto de Tesalónica, 2010).

 

  1. Características culturales que la "globalización imperial romana" infundió en el cristianismo

 

            Constantino dio un gran poder a los cristianos, también les dio una buena posición social y económica a la organización, además de conceder privilegios; la libertad religiosa permitió la construcción de templos; los líderes cristianos alcanzaron mayor importancia dentro del Imperio; el emperador otorgó significativas donaciones a la comunidad cristiana; la pascua y demás celebraciones religiosas pudieron celebrarse públicamente; se permitió que el mensaje de Jesucristo se extendiera a todo el Imperio gracias a la comunicación existente entre sus ciudades, lo que permitió nuevas vías de expansión para la fe en Cristo; se estuvo en contacto con gran diversidad de culturas; se favoreció a los cristianos a ocupar cargos públicos de gran relevancia, al adquirir el derecho a competir con los paganos en el tradicional cursus honorum para las altas magistraturas del gobierno; así como también se logró mayor aceptación dentro de la sociedad civil en general (Constantino I el Grande, 2010).

 

Avendaño (s.f.) señala que una vez que la gran persecución en contra de los seguidores de Jesús había terminado en el Imperio Romano, las iglesias cristianas dejaron de ser pequeñas y extrañas comunidades, con la libertad que gozaban eran ya capaces de controlar el comportamiento de sus miembros. 

 

            Mientras estuvieron vigentes los sacrificios y los rituales paganos en el Imperio hasta finales del siglo IV, el cristianismo consolidó el concepto de contaminación, de manera tal que el paganismo continuaría fuera de la comunidad cristiana. Los cristianos prefirieron evitar las ceremonias paganas, aunque mantenían respeto por considerar que podían tener eficacia. Además, los cristianos opinaban que no estaban manchados ante Dios por el simple hecho que tales rituales y ceremonias continuaran existiendo, bastaba con que ellos mismos permanecieran alejados de tales prácticas.

 

Tras la libertad religiosa, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus propias estructuras territoriales, con vista a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. La Iglesia tomó las estructuras administrativas del Imperio como norma de su propia organización (principio de acomodación). La circunscripción civil más clásica, la provincia, sirvió de modelo a la provincia eclesiástica. En el siglo V, el Imperio llegó a contar con más de 120 provincias, sobre este dato territorial fue implantándose gradualmente la división provincial de la Iglesia.

 

De este modo, el obispo de la capital de la provincia civil fue adquiriendo cierta preponderancia sobre sus colegas comprovinciales: fue el “metropolitano”, obispo de la “metrópoli”, y los demás, sus sufragáneos. En el orden judicial, el metropolitano era la instancia superior de los demás tribunales diocesanos y le correspondía la consagración de los nuevos obispos de su provincia. El obispo metropolitano, además, estaría a cargo de presidir el concilio provincial, es decir, presidir la asamblea de los obispos de esa demarcación; y según la disciplina nunca bien observada del Concilio I de Nicea, debía reunirse dos veces al año (La Iglesia en el Imperio Romano-Cristiano, 2010).

 

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