2. Acciones y estructuras concretas de atención a los pobres.
El pecado y la comunidad
Avendaño (s.f.) señala que el cristianismo estaba conformado por una congregación de pecadores, todos estaban necesitados por igual de la misericordia de Dios. La permanencia dentro del grupo estaba condicionada por el pecado. Asuntos que podían ser profundamente privados en la vida del individuo, tales como sus costumbres sexuales o sus opiniones con respecto al dogma cristiano, podían ser juzgados por el clero, como razón suficiente para una acción pública de excomunión de la iglesia. La excomunión implicaba la exclusión pública de la eucaristía, sus efectos sólo podían ser revocados por medio de otra acción pública de reconciliación con el obispo y la comunidad. Un sistema público de penitencia fue algo que tuvo vigencia durante todo el periodo.
De este modo, la solidaridad pública se vinculó con el tema del pecado o con la herejía. El acceso a la Eucaristía comportaba una serie de acciones visibles de separación y adhesión. A quienes todavía no habían sido bautizados se les pedía que salieran del edificio cuando comenzaba la liturgia principal de la Eucaristía. La ceremonia iniciaba con el gesto de los creyentes que portaban las ofrendas al altar. En este último avance de los creyentes para participar en la Cena Eucarística, se hacía evidente la única jerarquía aceptada dentro del grupo cristiano; primero el obispo y los clérigos, luego los castos y las castas, finalmente los laicos casados. En un área especialmente asignada, en la parte trasera de la basílica, estaban los penitentes, aquellas personas a quienes por motivo de sus pecados no se les permitía participar activamente de la ceremonia. Vestidos con ropajes inapropiados para su rango, sin afeitarse, como señal de arrepentimiento, ellos esperaban ante la mirada pública por una acción pública de reconciliación con su obispo.
Solidaridad y pobreza
Los pobres siempre estaban presentes en las zonas públicas, se hablaba de los “pobres” en plural, se les describía con términos que no tenían relación alguna con la clasificación anterior de ciudadanos y no ciudadanos, eran el desecho humano de la economía antigua; eran quienes conformaban una muchedumbre, tales como los cojos, los indigentes, los vagabundos, o bien, los inmigrantes del campo que padecían con alguna aflicción.
Dentro de esta dimensión se les percibía como un remedio para los pecados de los miembros más afortunados de la comunidad cristiana. La limosna para los pobres constituyó una parte esencial de la reparación prolongada de los penitentes y el medio normal para hacer actos de penitencia frente a los pecados veniales; tales como los pecados de pereza, pensamientos impuros y otros, que no requerían penitencia pública.
Los más pobres de la ciudad representaban el estado del pecador diariamente necesitado de la misericordia de Dios. A ellos se hacía referencia insistentemente en el lenguaje de los salmos que se leía en la liturgia de la iglesia, especialmente de las ceremonias penitenciales. Dicho simbolismo produjo un cambio de pensamiento, por el cual el habitante de la ciudad, que antes estuvo acostumbrado a percibir a esta clase social como una amenaza para el bienestar de la ciudad, posteriormente les concedió a los pobres el rango privilegiado de la condición afligida de la humanidad en que él mismo como cristiano estaba incluido por el pecado y por ello se encontraba de igual modo necesitado del perdón de Dios.
La presencia de los pobres contribuyó a mantener un sentido de solidaridad sin diferencias entre los pecadores en la Iglesia. El ideal cívico de que los grandes tenían la obligación de ser generosos, era algo que ejercía una gran influencia sobre los cristianos, se esperaba que estas donaciones fueran aún mayores si provenían de los emperadores y de los clérigos que ejercían altos cargos.
La noción de pecado tenía el poder de nivelar los roles en una sociedad con clases sociales diferentes. Los obispos resaltaban la realidad de que cada miembro de la comunidad cristiana era pecador y que las limosnas, por pequeñas que fuesen, serían aceptadas por los verdaderamente pobres.
Muchas mujeres acaudaladas; entre ellas viudas y vírgenes, llegaron a obtener un alto rango en el servicio público de las ciudades alrededor del Mediterráneo, mujeres quienes habían generado vínculos de patronato y obligaciones con los clérigos por medio de las limosnas, el cuidado de los enfermos y de los peregrinos en pensiones. Algo que era bastante extraño en cualquier otro aspecto de la vida pública dominada por los varones que ostentaban el poder en el antiguo imperio.
El obispo era el benefactor de los pobres y protector de estas mujeres influyentes, de cuyos bienes y riquezas podía disponer para el servicio de la Iglesia. También era el director espiritual de un gran número de viudas y vírgenes. Todo esto le permitió alcanzar gran distinción en la ciudad del siglo cuarto. Públicamente él se asociaba, precisamente, con aquellas categorías de personas cuya existencia había sido ignorada por los antiguos modelos “civiles” de los notables urbanos.
La comunidad cristiana, aunque no era dominante durante el siglo cuarto, se había creado para sí misma, a través de sus ceremonias públicas, su propio significado en cuanto una forma nueva de espacio público dominado por un nuevo tipo de figura pública. Obispos célibes, sustentados en gran parte por mujeres célibes cuyo prestigio se apoyaba en su capacidad de brindar alimento a los pobres (Avendaño, s.f.).
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