Guía de Lectura

Resumen de los puntos centrales de las guías de lectura

II Ciclo-Diplomado en Teología

Estudiante: William Mauricio de Jesús Calderón Chaves

Lectura del curso:

Avendaño (s.f.). Historia de la teología (Capítulo I).

 

 

            Avendaño (s.f.) nos indica que hay tres categorías que caracterizan la vivencia cristiana del siglo II: la profecía, el martirio, y la continencia.

 

La profecía

 

            Durante los siglos I y II, principalmente, la profecía se consideraba algo cotidiano dentro de la comunidad cristiana. En la era paulina, la presencia del Espíritu Santo entre los paganos convertidos se manifestaba en el contexto de la convicción de que el regreso de Cristo era eminente. Un siglo después, la existencia de la profecía en la Iglesia se entendía como señal de que Dios había descartado a Israel y su poder se había concentrado en la Iglesia, el nuevo Israel. Bajo esta concepción, se consideraba que la presencia activa del Espíritu se podía convertir en una responsabilidad demasiado pesada, hasta tal grado de superar las posibilidades de un grupo de seres humanos compuestos de carne y hueso.

 

            Los cristianos del siglo II vivían en un mundo habitado por espíritus invisibles y engañosos. Se tenía la convicción clara del poder de esos espíritus, quienes podían llevar al ser humano a decisiones ilusorias y engañosas. Basados en estas consideraciones, se comprende que la profecía para ser portadora de autoridad, tenía que ser vista como una experiencia prácticamente fuera de lo ordinario. Se consideraba que el Espíritu Santo no era un huésped ocasional en la Iglesia, Él estaba siempre dispuesto a ayudar a los fieles como una señal de esa presencia especial en medio de ellos. En cada comunidad existían algunas personas que sobresalían como vehículos de la comunicación divina, donde sus propias vidas debían portar señales de dicha cercanía excepcional con el Espíritu, como por ejemplo, la abstinencia sexual.

 

            En vista que la posesión, al ser una experiencia íntima y dramáticamente física, significaba que el cuerpo se hallaba inundado con el Espíritu divino; y como la experiencia tiene cierta semejanza con la que se vincula tradicionalmente con el acto sexual, se entiende que tal acto sexual se conciba como un obstáculo para la posesión por el Espíritu.

           

            En el siglo II, algunos cristianos sentían la vocación profética "desde el vientre de su madre". Según el historiador Eusebio, el énfasis que se da en el Evangelio de Lucas al nacimiento virginal de Jesús, implica un tipo de mentalidad en que la virginidad y el don de profecía se vinculaban estrechamente. Las vírgenes y los eunucos eran algo excepcional, su condición no se consideraba como un insulto, más bien las mujeres vírgenes eran consideradas como profetizas. Lo más común era que las personas sintieran la llamada profética durante su madurez, siendo personas conocidas dentro de la comunidad cristiana, muchos de los cuales contaban con familias, hijos y bienes familiares que les permitían apoyar a la Iglesia. De este modo no se trataban exclusivamente de personas que vagaban por donde el Espíritu les indicase. Muchos conservaban ciertos prejuicios y tabúes de índole sexual propio de las personas casadas. Tanto hombres como mujeres, habían abandonado la actividad sexual y consideraban que habían logrado cierto grado de inmunidad con respecto a la tentación sexual. Sin embargo, tampoco implica que esperaran que la venida del Espíritu implicara una liberación total del cuerpo respecto al deseo de la actividad sexual a quienes abrazaban la fe cristiana, por el contrario, esperaban que los jóvenes se casaran.

 

 

            En las últimas décadas del siglo II, era común pensar que el cuerpo estaba siendo poco a poco preparado para poder resistir la venida del Espíritu. La disminución gradual de la actividad sexual dentro del matrimonio era parte del proceso, el cual debía continuar con los ritmos normales de la vida que se asociaban con la viudez y la vejez.

 

El Martirio

 

            En vista que aún se daban persecuciones, el llamado a una muerte violenta era una realidad para muchos cristianos del siglo II, del mismo modo que era una realidad la venida del Espíritu. Así como era importante que el cuerpo del creyente fuera capaz de ser portador del Espíritu en tiempos de paz, también fuera vital que pudiera ser habilitado por medio de Cristo y del Espíritu Santo para soportar la posesión y los tormentos que acompañaban el destino de los mártires. Sólo el Espíritu podía capacitar al creyente para resistir la tortura y el temor de la muerte.

 

            La actitud del cristiano frente al martirio estuvo orientada hacia dos tradiciones. La primera respecto a las guerras de los Macabeos, donde los mártires se ven a si mismos como ofrendas expiatorias por el pecado colectivo de Israel y como justicia vindicadora de la causa contra la idolatría; segundo, la tradición que consistía en la imitación de la pasión de Jesucristo, en total comunión con Él, como reparación por los pecados y apresuramiento de su venida. Para cambiar el mundo, el cristiano debía estar dispuesto a despegarse del mundo al igual que lo hizo el maestro.

 

            Los cristianos estaban convencidos de que Jesús es el Salvador y el Mesías. A pesar de las disensiones, era un grupo en expansión y la persecución a que algunos aspiraban implicaba hostilidad hacia las instituciones del mundo en que vivían.

 

            En el periodo pos-apostólico, las diferencias entre los cristianos y las autoridades fueron raras. Existe evidencia, de que en el reinado de Domiciano se fue asentando una tendencia a identificar teísmo con el culto imperial de modo que todas las otras manifestaciones eran consideras ateas. La acusación de ateísmo significaba no participar de las formas religiosas romanas. Convertirse al cristianismo comenzó a significar ser parte de una religión que no aspiraba a ser aceptada ni por criterios de antigüedad ni de nacionalidad tal como lo era el judaísmo. En las corrientes apocalípticas de los cristianos, al igual que los judíos, veían en el culto imperial y en la estructura de poder del imperio como manifestaciones del mal. Por otro lado, las corrientes más establecidas, cuya base estaba orientada por el clero jerárquico residencial, procuraban evitar conflictos y a aspirar a relaciones armoniosas de concordia y participación. Al final del siglo I, los cristianos representaban una religión, no sólo diferente al judaísmo sino que también se veía reconocida como tal.

 

            Durante el siglo II, el mundo grecorromano logró cierta plenitud de confianza y gran prosperidad. En el Imperio Romano se generó una lealtad genuina al emperador y al imperio basados en los beneficios de paz y prosperidad; en varias partes del imperio las ciudades estaban creciendo en riqueza, muchas de las ciudades eran imitaciones de Roma, eran ciudades que funcionaban como centros comerciales y administrativos, como agentes poderosos en el proceso de unión de lo romano con lo provincial en una misma comunidad. Las ciudades eran gobernadas por hombres convencidos que estaban defendiendo el orden, incluyendo el orden religioso, contra el caos y la división.

 

 

            Sin embargo, las bases no eran tan estables como aparentaban; por ello tanto los cínicos, como judíos y cristianos se unieron en su crítica y exposición de los puntos débiles del sistema imperial. Las críticas se orientaban a las tendencias centrípetas y el descuido de los intereses de las mayorías; por ello proponían reformas de orden moral, filosófica y religiosa. Gracias al poder atractivo del cristianismo y a la habilidad de la Iglesia de sentar las bases en las creencias relativamente uniformes entre sus comunidades, dispersas en amplias áreas, le dio al cristianismo un carácter extraordinario a pesar de conflictos severos y continuos. Las constantes conversiones en el periodo de Severo lograron que se establecieran las bases para el triunfo del cristianismo en el siglo III.

 

            En el siglo III el imperio romano se vio forzado a cambiar. Las debilidades de las estructuras del estado romano se pusieron en evidencia a través de los conflictos bélicos en todas las fronteras y en la amenaza de orden militar por parte del imperio sasanio. Un sistema de gobierno indirecto no estaba en condiciones de sobrevivir bajo la continua amenaza de frecuentes invasiones y violentas guerras civiles. Se dio un proceso de centralización en cada ciudad. Las ciudades perdieron el rango de ser centros únicos de tradiciones locales; estas ya no se concebían como partes de un imperio construido sobre la base de un conjunto de comunidades diferentes las unas de las otras. Tras las nuevas estructuras imperiales, se resaltaba lo que las ciudades tenían en común con las otras, su lealtad al emperador y a sus siervos.

 

            En el ámbito religioso, el imperio continúo siendo una sociedad politeísta. El conocimiento de los dioses y de lo que les era grato y lo que les desagradaba era parte de la memoria social local y se mantenía por medio de gestos y ritos. Cada dios o diosa tenía su propia religión y cada ciudad su propia tradición. Se consideraba de suma importancia la existencia de diversas religiones, pues todos los dioses, los locales como imperiales, contribuían en el mantenimiento de la vida civilizada; se creía que ellos protegían al imperio romano.

 

            Los emperadores llegaron a ver por primera vez al cristianismo como un fenómeno que estaba presente en todo el imperio romano. Un imperio en crisis necesitaba la protección de sus dioses y era deber de los emperadores promover la religión antigua y detener la impiedad. La supresión del cristianismo ya no era el deber sólo de las autoridades locales de las ciudades, también lo era del imperio. Surgen así los edictos imperiales contra la Iglesia como un todo. El primero se publicó en el 250 y el otro en 257. Un conjunto final de medidas conocido por los cristianos como La Gran Persecución, fue instituido por Diocleciano en el 303. La Gran Persecución continuó en parte de Asia Menor, Siria, y Egipto por once años. Significó la maduración tanto del nuevo imperio como de la Iglesia cristiana.

 

            La Gran Persecución demostró que la Iglesia cristiana había cambiado tanto como lo había hecho el imperio. Ya no era una silenciosa constelación de pequeños grupos. Se había convertido en una Iglesia universal, que reclamaba para sí la lealtad de todos los creyentes precisamente en el mismo periodo que el imperio romano se había convertido en un verdadero imperio con exigencias ideológicas para con sus súbditos. En el transcurso del siglo tercero la Iglesia desarrolló una jerarquía reconocible con líderes prominentes. Los emperadores respondieron a este desarrollo. Las autoridades imperiales atacaron identificando a estos líderes. Se arrestó y se obligó a sacrificar a los obispos y al clero, pero no a los cristianos comunes.

 

 

            A principios del siglo III no hubo grandes persecuciones. Sin embargo, a mediados de ese mismo siglo iniciaron nuevas persecuciones. Bajo el emperador Decio (249-251) se llevó a cabo la primera persecución general de los cristianos. Esta fue continuada por su sucesor Valeriano (253-260). El Edicto de Valeriano es una síntesis que resume los decretos anteriores y permite vislumbrar la realidad del siglo II; como la pena de muerte inmediata para obispos, presbíteros y diáconos; también para senadores y caballeros cristianos, si la pérdida de rango y la confiscación de bienes no los hiciesen entrar en razón; para las mujeres, pérdida de bienes; para funcionarios de la corte imperial, el destierro, pérdida de bienes y trabajo forzado en las propiedades del emperador.

 

            Para el imperio, las leyes del emperador eran consideradas como la fuente de todo orden. Paralelamente, la Iglesia pretendía poseer, en las Escrituras Cristianas, su propio y universal código de leyes, eran tan carentes de ambigüedades y tan universal en su aplicación como lo era cualquier norma dada por el emperador; incluso procedía de una fuente superior, al ser la ley de Dios. Las Escrituras Cristianas podían ser consultadas y aplicadas en cualquier lugar; mientras las religiones de los dioses estaban sujetas a las variaciones propias de las costumbres locales y raramente se habían escrito, con las Escrituras sólo se requería abrir un libro para leer en él la ley de Dios y comprobar cuál religión era la verdadera. Motivos por los cuales esta nueva ley divina fue atacada. Diocleciano ordenó que las Escrituras fuesen sacadas de los templos y quemadas. Aún el formato de las Escrituras cristianas reflejan las urgencias propias de una nueva época. Ya no eran los rollos inmanejables de la era clásica; eran códigos o libros en el sentido que hoy conocemos.

 

            El cristianismo no siempre fue una minoría perseguida, forzados a vivir a escondidas; ni se extendió por ser únicamente una religión de misericordia e igualdad entre los menos privilegiados; tampoco fue una religión exclusiva de esclavos y de gente sencilla. En el siglo III fue una época donde existieron aún más cristianos sorprendentes; como Marcia, mujer cristiana y protectora de los obispos de Roma; Bardaisan, cortesano; el rey Abgar VIIIde Osrhoene; Julio el Africano, matemático griego de Palestina; comerciantes ricos y agricultores dueños de esclavos; por mencionar algunos.

 

            La comprensión del martirio requiere además que se tenga presente la cosmovisión que prevalecía en aquella época. Era común en aquellos tiempos pensar que en el mundo habitaban fuerzas divinas poderosas; por ello se realizaban curaciones para expulsar a los espíritus que habían poseído algún cuerpo. Los exorcismos también fueron empleados por los cristianos para enseñar y demostrar con ello que Cristo ya había destruido el poder de los demonios en el mundo invisible y ahora les compete a sus siervos echarlos de todos los rincones donde se ocultan. Al instante en que los demonios salían violentamente de los cuerpos poseídos al ser reprendidos en nombre de Cristo, el exorcismo hacia palpable el retiro y derrota de los dioses, realizado con anterioridad.

 

 

            El exorcismo era una práctica común en el mundo antiguo. El martirio, por el contrario, no había sido tal. Es necesario despojarse del pensamiento posterior del cristianismo que conlleva a pensar que los cristianos debían morir por sus creencias si fuese oportuno. En aquel tiempo el martirio era una novedad peligrosa, convirtió la vida religiosa de las ciudades en un campo de batalla religioso. Era visto por los diferentes bandos como el choque público de los dioses. Las narraciones cristianas acerca de los mártires nunca acentuaron su valentía puramente humana. Los mártires se presentan como mujeres y varones poseídos por el poder de Cristo. Ellos tenían dentro de sí al Dios todopoderoso. Por medio de sus muertes heroicas, ellos derribaron el poder de los antiguos dioses de la ciudad.

 

            Aún en los momentos de la Gran persecución, el martirio no era algo que acontecía diariamente; lo cual no implica que no provocara horror y asombro cuando surgía. Quienes morían por Cristo hacían que el poder de Dios pareciera como algo extraordinariamente presente. Aún cuando estaban en prisión los posibles mártires eran motivo de especial alegría en la comunidad cristiana. En un mundo en que la ejecución era un espectáculo público, testimoniado por toda la comunidad urbana, el martirio era percibido por los cristianos como una señal inconfundible del poder de Cristo. A través del heroísmo del mártir, el poder de Dios se exhibía para que todos lo vieran en el centro de la ciudad.

 

            Aunque el triunfo del martirio no era algo para todos los cristianos; sí había un triunfo que era posible para todos por igual, se trataba del triunfo sobre el pecado y, eventualmente, sobre la muerte. Motivo por el cual un funeral cristiano era una marcha victoriosa.

 

La continencia sexual

 

            En las etapas subapostólicas, la continencia no era un rasgo sobresaliente, era una característica secundaria de la vida eclesial. La continencia fue alcanzando mayor importancia conforme la posibilidad de una muerte violenta fue perdiendo inmediatez. Sólo poco a poco y en determinados círculos se fueron vinculando la profecía y la continencia hasta que llegase a la percepción de que la una dependiese de la otra.

 

            El matrimonio y la disciplina sexual

 

            En las comunidades cristianas del siglo II, tanto hombres como mujeres, vivían sin temor a la muerte y mantenían cierto grado de abstinencia con respecto a la cohabitación aún incluso durante toda su vida. Algunos entre estas personas, alcanzaban un alto nivel de espiritualidad a través de la disciplina y del autocontrol.

 

            La Iglesia cristiana era diferente de otras agrupaciones de comercio o de aquellos grupos de culto muy comunes en las ciudades romanas; en las cuales se reunían por clases o géneros específicos (artesanos, hombres, mujeres, etc.). Los cristianos por el contrario, eran un grupo muy variado, quienes se reunían pertenecían a diferentes clases sociales, económicas y de género. En sus reuniones se lograba ver una asamblea ordenada; por ejemplo, varones, mujeres casadas con sus hijos, viudas y mujeres solteras; cada grupo se hallaba cuidadosamente separado y sentado en un lugar apropiado. Los diáconos estaban encargados de vigilar la presencia de extraños.

 

 

            Durante esta época, la continencia sexual aún no ocupaba el rango de importancia que posteriormente iba a tener dentro de la vida de la Iglesia, pero ya estaba adquiriendo mayor importancia. Los cristianos practicaban una moralidad sexual que sobresalía de manera extraordinaria en aquella época, tal como la concordia marital entre esposos, el rechazo a segundas nupcias, la renuncia total al matrimonio por parte de otros grupos. Su disciplina sexual se fue convirtiendo en un signo de su propia identidad.

 

            Las costumbres sexuales se entendían como una manifestación de la aspiración de la comunidad a la pureza de corazón. Estas costumbres inicialmente enfatizaban la necesidad de orden y control dentro de la vida matrimonial. Al evitar los matrimonios por segunda vez, la comunidad vio la posibilidad de ir abasteciéndose de un buen número de viudas y viudos que pudiesen dedicar su tiempo y energía al servicio de las comunidades. Algunas otras personas siguieron el consejo del Apóstol Pablo al renunciar al ejercicio de su sexualidad para entregarse al servicio de la comunidad. El mensaje de los apologistas cristianos era similar a aquel que más tarde iba a fundamentar el celibato cristiano, en el cual se apelaba a la confianza en que aquella persona que era excepcional en este punto iba a ser igualmente una excepción en otros aspectos.

 

            La disciplina sexual se apoyaba en una estructura más profunda de preocupaciones específicamente cristianas, tal cual es la pureza de corazón. Desde los tiempos de San Pablo, se suponía que los esposos fuesen una especie de microcosmo de la solidaridad de los puros de corazón propia del grupo. El comportamiento entre esposos y esposas, señores y esclavos, se reafirmó en las familias cristianas; dotando a este tipo de relaciones una investidura tal que lograra simbolizar de un modo transparente este ideal de pureza sin fingimiento.

 

La sexualidad descontrolada, fue vista como manifestación de un corazón doble. Se veía urgente que los jóvenes se casaran pronto, a penas llegaba la pubertad, para mitigar por medio del matrimonio las tensiones desordenadas de la atracción sexual.

 

La moralidad sexual practicada por las mujeres y los varones moderadamente prósperos, nos permiten captar un deseo excepcional de orden; al reflejar que un varón que se divorcia de su esposa admite que no es capaz siquiera de gobernar a su mujer. Se esperaba que las mujeres y, ocasionalmente también los varones, fuesen disciplinados por un matrimonio tempranero y por un sentimiento de obediencia hacia Dios de mantener una vida casta.

 

En vista que en las reuniones rituales cristianas era natural que hombres y mujeres se reunieran juntos, esta práctica era causa de disgusto para los no cristianos. En una comunidad que trataba de evitar los matrimonios mixtos, existía mayor dificultad para que los jóvenes, en especial las jóvenes cristianas, lograran casarse y condujo a que los asuntos del control sexual fuesen tratados con mayor cuidado. Esto significaba, que la moralidad que resultó iba a tener más impacto en los extraños, e iba a aplicarse con mayor rigurosidad a los creyentes.

 

 

Del control a la continencia: el vínculo entre sexualidad y liderazgo

 

            En la vida de la Iglesia, la continencia adoptada por parejas casadas, viudas o aquella prometida por medio de votos en el bautismo y la virginidad desde el nacimiento se fue consolidando como rasgo importante, cuando no un requisito, de liderazgo dentro de la Iglesia.

 

            El celibato fue expresando la existencia de una clase de personas que tenían un papel central en la vida pública de la Iglesia; quienes estaban separados permanentemente de la actividad sexual, considerada lo más privado en la vida del laico cristiano común en el mundo. La sexualidad se convirtió en una señal porque su desaparición en el individuo comprometido era considerada posible y porque se consideraba que tal desaparición mostraba con mayor significación que cualquier otro tipo de renuncia, las cualidades necesarias para el liderazgo en la comunidad religiosa. El efecto fue el de colocar a la Iglesia gobernada y representada por líderes célibes, frente y en contraposición a la sociedad civil; en la que prevalecen el orgullo, la doblez de corazón, la ambición, donde la orgullosa solidaridad del clan y de la familia se manifiesta sin control. La renuncia de la sexualidad se erguía como el estado de disponibilidad incondicional ante Dios y ante la comunidad cristiana que se asociaba con el ideal de las personas de corazón puro; en este aspecto es posible que la perspectiva de universalidad de la misión cristiana haya tenido alguna importancia.

 

            La iglesia y su liderazgo

 

            Al final del siglo tercero, la práctica del celibato y la separación del mundo que esta significaba, convirtieron a los obispos cristianos y a su clero en una elite, con un prestigio igual, ante los ojos de sus admiradores, al de las elites tradicionales de los notables urbanos. Fue precisamente a una Iglesia tal, que la conversión de Constantino, en el 312, le concedió un rango público, acontecimiento que fue decisivo e irreversible en el transcurso del siglo cuarto.

 

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