VISIÓN EUROPEA DE LAS NACIONES BÁRBARAS
Dussel (1983) indica que «en 1577, cuando todavía Holanda, Inglaterra o Francia no habían salido del horizonte meramente europeo, José de Acosta publicaba en Lima (Perú), en el proemio de su obra De procuranda indorum salute (o Predicación del evangelio en las Indias), una tipología de tres clases de «bárbaros»:
«Siendo, pues, muchas las provincias, naciones y cualidades de estas gentes, sin embargo, me ha parecido, después de larga y diligente consideración, que pueden reducirse a tres clases o categorías, entre sí muy diversas, y en las que pueden comprenderse todas las naciones bárbaras».
Por bárbaros, en un sentido general, se entiende «los que rechazan la recta razón y el modo común de vida de los hombres, y así tratan de la rudeza bárbara, salvajismo bárbaro». Por supuesto, para todo europeo (...) la «recta razón» y «el modo común de vida» es el propio, que mide a los otros y los juzga como no humanos (...).
José de Acosta indica que los chinos, japoneses y otras provincias de las Indias orientales, aunque son bárbaros, deben ser tratados «de modo análogo a como los apóstoles predicaron a los griegos y romanos». A estas «repúblicas estables, con leyes públicas y ciudades fortificadas -dice Acosta-, si se quiere someterlas a Cristo por la fuerza y con las armas, no se logrará otra cosa sino volverlas enemicísimas del nombre cristiano».
Un segundo tipo de bárbaros son como los aztecas o incas, que, aunque son célebres por sus instituciones políticas y religiosas, «no llegaron al uso de la escritura ni al conocimiento de los filósofos». Están como a medio camino.
Por último, «la tercera clase de bárbaros»: «en ella entran los salvajes semejantes a fieras... y en el nuevo mundo hay de ellos infinitas manadas..., se diferencian poco de los animales... A todos estos que apenas son hombres, o son hombres a medias, conviene enseñarles que aprendan a ser hombres e instruirles como a niños... Hay que contenerlos con fuerza... y aun contra su voluntad, en cierto modo hacerles fuerza (Lc 14,23, cita Acosta) para que entren, en el reino de los cielos».
El ciudadano -que para Aristóteles era el «hombre político»- es el que habita la ciudad europea; el civis o civilizado tenía la civilitas o «conducta que conviene al ciudadano»: la civilización. Como para el aristócrata Aristóteles en el sistema esclavista, hombre es para el europeo el ciudadano europeo.
Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), no tanto por ser español como por europeo, escribió en su Historia general y natural de las Indias: «Estas gentes de estas Indias, aunque racionales y de la misma estirpe de aquella santa arca de Noé, están hechas irracionales y bestiales, por sus idolatrías, sacrificios y ceremonias infernales». Y en la misma línea explica Ginés de Sepúlveda: «El tener ciudades y algún modo racional de vivir y alguna especie de comercio es cosa a que la misma necesidad natural induce y sólo sirve para probar que no son osos, ni monos y que no carecen totalmente de razón».
Para los europeos, para los españoles, «el otro», el indígena era un rudo: del latín rudis (en bruto, sin haber sido trabajado), del verbo rudo (rebuznar, rugir). Se opone a «erudito» y erudición (el que no tiene rudezas, brutalidades, incultura). Aun los mejores consideraron al indio un «rudo», un «niño», una «materia» educable, evangelizable (Dussel, 1983).