RESUMEN
EL MÉTODO COMO PROBLEMA
De Rodolfo E. De Roux G.
Teología en contexto significa prospectar la identidad misma de nuestra teología en interrelación con el contexto, entendido como situación; no como una simple ubicación externa, sino asumiéndolo en la teología misma; un contexto que de supuesto abraza una realidad heterogénea y pluridimensional, al ritmo de la historia. Surge entonces la perspectiva de una teología que asume en sí misma cierta dosis de pluralidad. En una perspectiva de intercambio, sitúa esa identidad inalienable de la teología ante la aceptación de sus propios límites: como respeto a la autonomía de las otras disciplinas pertinentes al contexto, pero sobre todo como oportunidad y espacio de encuentro, y sólo así frontera. El diálogo se percibe como un llamado continuo a superar las delimitaciones precedentes; no por intrusión o predominio de una de las partes, hasta desfigurar la identidad de la otra, sino por mutua interpelación recurrente, hacia una convergencia de ambas que, salvaguardando sus identidades, aspira a integrarlas en una unidad más rica, vital y compleja. Esta asamblea teológica asume su tarea como una reflexión creyente sobre la realidad humana en su integralidad pluridimensional, siempre en movimiento, marcada por el flujo cambiante de la historicidad. A la vez presume en ella dos factores, teologal y antropológico, diversos entre sí, e incluso a veces en tensión bipolar, que fundan una diferencia entre la teología y las demás ciencias sociales que trabajan el contexto (p. 54).
En el trascurso de los años se constata una serie de nuevas teologías que se autoproclaman sustitutivas de la precedente, no sin una dosis marcada de agresividad; teologías que tampoco coinciden pacíficamente entre sí, antes bien se critican y cuestionan con radicalidad; teologías que se prometen, cada una a sí misma, como el futuro valedero de la Teología. A primera vista se nota sólo un cambio notable en las expresiones. Luego se advierte un distanciamiento ulterior que alcanza los resultados, en una tónica de cuestionamiento a la tradición teológica que no pocas veces se identifica llanamente con el sentido anquilosado o perdido de sus expresiones. En las nuevas teologías se percibe en su trasfondo el número creciente de nuevas filosofías. Sobreviene además la irrupción de las ciencias sociales en el interior de la teología misma. Aquella secuencia inicial de las teologías acaba plantándose en el horizonte teológico como una opción programática por universos teológicos distintos entre sí. El ejemplo más cercano es una teología de la liberación, de cuño latinoamericano, que se autodefine, por un neto distanciamiento con respecto, no solo a la neoescolástica precedente, sino también a las teologías más recientes del primer mundo. Se multiplican de tal modo las divergencias hasta desembocar en el conflicto abierto. A nivel intercontinental, como en cada país y en cada centro docente, la teología más parece un campo de batalla entre una niebla de incomprensiones mutuas, que tampoco se detienen ante la crítica demoledora, y el decreto de exclusión de unos por otros (p. 56).
En la perspectiva de la historia que se orientaba hacia el Concilio Vaticano II, se entiende y valora como una dimensión más del kairos de Dios que abrazó a la Iglesia en las medianías del siglo pasado. Fue el lento y penoso emerger de una visión teológica renovada, deseosa y capaz de insertarse a fondo en el mundo pluricultural, que se descubría en el entorno humano; deseosa y capaz de acompañar a una Iglesia de peregrinos, que se proponían caminar del brazo con la familia humana, hacia un Reino de Dios preanunciado y germinal por doquier en el universo de las culturas; deseosa y capaz de mantenerse fiel a la tradición viva de la Iglesia, pero también de alzarse con audacia sobre sus predecesoras, para emular la altura de las demás disciplinas científicas del tiempo moderno. En esta coyuntura no es mera coincidencia que empiecen a multiplicarse las referencias a los métodos, en las disputas y en los alineamientos de los teólogos. La comprensión ancestral de la teología, permaneciendo válida en sí misma, resultaba de hecho insuficiente frente los intereses, los horizontes y las urgencias de este nuevo espíritu eclesial (p. 57).
En el decurso de este proceso, los métodos se han impuesto como una categoría teológica, no meramente instrumental; sea cual fuere su relación con esta o aquella filosofía, con esta o aquella disciplina humana, y aun con la ciencia social en su conjunto. Los métodos se habían acreditado ya como mediaciones operacionales insustituibles, en el ámbito de todos los saberes sobre el hombre y su mundo. La exigencia metódica acabó imponiéndose desde el interior de la teología misma, ante el reto de recobrar una validez cultural para su lenguaje; de viabilizar su interés trasformador de las realidades sociales; de sustentar su aspiración a un diálogo con la dirigencia pensante en los foros nacionales e internacionales, donde se prospecta el futuro del hombre. No significa que sólo ahora los teólogos empiezan a ejercer su capacidad metódica. El descubrimiento progresivo de lo humano evidencia que por nosotros mismos, y en nosotros mismos, somos constitutivamente metódicos. En cambio, se pasa del simple ejercicio ingenuo de esa espontaneidad metódica, o del predominio excluyente de un método particular, a una posición refleja y a una exigencia crítica frente a la pluralidad de las maneras humanas de actuar, de hacernos humanos, y de construir un mundo humano en el horizonte del Reino (p. 58).
Tampoco significa que deba adecuarse a estos hechos la comprensión de la teología misma. No por simple esnobismo hacia los créditos de moda, así fueren académicos, sino como respuesta, ajustada y eficaz en lo posible, a la urgencia apremiante por desentrañar la validez, mantener la relevancia, y profundizar el vigor trasformador de la autocomunicación de Dios al hombre, en el devenir múltiple de las historias particulares, en la concreción plural de las culturas, en la complejidad de los contextos. Hacer teología es entonces ejercer de manera múltiple y continua, siempre en movimiento, una mediación cognitiva, existencial y práxica entre los significados y valores de la fe cristiana, y los de cada cultura particular, en la situación histórica de cada pueblo, y de nuestra actual condición de humanidad planetaria (pp. 58-59).
El método aparece como problema cuando ante el mercado actual de los métodos, abastecido siempre de novedades, se deja simplemente correr la oferta y la demanda (evocando el viejo mito de Babel puede traer un aroma sapiencial). Como teólogos, se aspira a unir la tierra con el cielo; es la respuesta responsable de una fe operativa al sueño revelador de la escala de Jacob. Pero también el mito advierte que ese empeño puede encarnar más bien una hybris pecaminosa, por arrogarmos la condición divina o por contraer lo divino a nuestra mera condición humana (p. 59). Frente a Babel está siempre la alternativa del Padre, en Cristo, que se traduce en un Pentecostés recurrente del Espíritu, cuando la diversidad, incluso en tensión de contrarios, lejos de dividir y extrañar, integra y enriquece, en amor cristiano y el esfuerzo intelectual correspondiente, evidencian que las lenguas y los métodos pueden y deben ser mutuamente comunicables y complementarios entre sí, dentro de muy precisas condiciones (pp. 59-60).
No basta el ensamblaje mecánico de unos métodos con otros, como si hubiera entre ellos un ajuste prestablecido hacia el logro de una totalidad coherente. Cada método particular es un diseño operacional específico, más o menos ajustado al logro de una tarea no menos específica y particular. No son como un instrumental genérico, intercambiables y ni siquiera son directamente artículables entre sí. Los métodos no son una mediación neutra, con garantía aséptica de intereses y presupuestos. Encarnan un talante cultural, responden dentro de un horizonte propio a sus intereses correspondientes, manifiestos o no. Pueden ser una operacionalización de la gracia, o una estructuración más del pecado. Pueden ser mediación de la sabiduría, o varita mágica de los ideologismos y la insensatez. En el campo de los asuntos humanos, los métodos exigen discernimiento y dialéctica (p 60).
Esta tarea supone una hermenéutica mutua entre los diversos métodos; un ir cada uno más allá de la propia visión e interés hacia la perspectiva y los objetivos del otro, hacia el logro común, análogo, de una fusión de los horizontes: no por pérdida de las identidades propias, sino por la sensibilidad común y la capacitación adquirida para moverse dentro de una cierta pluralidad de puntos de vista, de interés, de caminos de acción. Supone una expectativa de razonable pluralismo metódico, en el reconocimiento cordial de las limitaciones del propio. Supone una advertencia clara a la diferencia radical entre una tensión dinámica y creativa de posiciones contrarias y la disyuntiva insuperable de las contradictorias. La dialéctica no es mera controversia sino ante todo encuentro y diálogo de personas (pp. 60-61). Si la teología es un momento en la autoconstrucción del hombre, de los asuntos humanos y del mundo humano, la pluralidad metódica no puede equipararse simplemente al equipo instrumental, más o menos mecánico, ni a la variedad programática de una computadora. Tratándose precisamente del obrar humano y de la relación vital de Dios con su criatura, el método en teología se revela como una expresión privilegiada de las potencialidades de autorrealización del hombre mismo, en las manos de su creador y señor; y no menos de los caminos humanos de autocomunicación de Dios a nosotros en la historia, para un camino asintótico de humanización de nosotros mismos y de nuestro mundo, en el horizonte del Reino (p. 61).