Antropología: Enfoque interdisciplinario

La antropología es holística porque estudia la condición humana como un todo: pasado, presente y futuro; biología, sociedad, lenguaje y cultura (Kottak, 2006, p. 3).

 

UNA ESTESIA DE LA VIDA COTIDIANA

 

Del autor David Le Breton

 

William M.J. Calderón Chaves

03 de noviembre de 2012

 

A continuación se indica parte del aporte que ofrece Le Breton (1990) respecto a la vida cotidiana, el cuerpo y una serie de ritos vinculados, a la vez que se reflejan importantes elementos y conceptos que ayudan a elaborar una investigación de prácticas religiosas o eclesiales, entre otros campos de análisis.

 

 

Cotidianeidad y conocimiento. El hecho social nunca es inmóvil, eterno ni objetivable. Lo cotidiano erige una “pasarela” entre el mundo controlado y tranquilo de cada uno y las incertidumbres y el aparente desorden de la vida social (es un refugio seguro y tranquilizante). En la vida cotidiana se construye la vida afectiva, familiar, profesional, las amistades. En el sentimiento de seguridad que nace del carácter inteligible y familiar de lo cotidiano, el uso ordenado del cuerpo tiene un papel esencial. En la base de los rituales cotidianos (gestos, sensaciones, percepciones) hay un orden preciso del cuerpo (idéntico e insensiblemente diferente). El ser humano está afectivamente en el mundo, sus conductas no son solamente un reflejo de su posición simbólica en la trama de las clases o grupos sociales.

 

El estudio de lo cotidiano centrado en los usos del cuerpo recuerda que la persona teje su aventura personal (envejece, ama, siente placer o dolor, indiferencia, rabia). El estudio de lo cotidiano es menos una ciencia que un arte, precisa que el investigador tenga cierta cualidad que le permita atender a un universo cambiante de significaciones. La existencia colectiva se basa en una serie de rituales cuya función es regir las relaciones entre las personas y el mundo, y entre los seres humanos entre sí.

 

La vida cotidiana es el lugar, el espacio en el que la persona domestica al hecho de vivir y a partir del cual puede ampliar su campo de acción a través de un sentimiento de relativa transparencia (no es algo dado sino algo construido). A través de las acciones diarias del ser humano, el cuerpo se vuelve invisible, ritualmente borrado por la repetición incansable de las mismas situaciones y la familiaridad de las percepciones sensoriales.

 

Todas las manifestaciones afectan el monismo de lo cotidiano (la fusión entre los actos del sujeto y el monismo de lo cotidiano (la fusión entre los actos del sujeto y el cuerpo) reciben calificaciones precisas. La tarea de los especialistas (médicos, curanderos, adivinadores de la suerte, psicólogos, etc.) es reintroducir sentido allí donde éste falta, establecer una coherencia allí donde lo colectivo se inclina por ver sólo desorden.

 

El cuerpo en situación extrema: un cambio hacia lo cotidiano. La lucha por la supervivencia que se renueva cada día, implica una lucha contra el propio cuerpo. La persona opone al cuerpo una voluntad salvaje en relación con la fuerza de carácter y con el deseo de sobrevivir. La identidad de sustancia entre el hombre y su arraigo corporal se rompe (de modo abstracto) por esta singular relación de propiedad (poseer un cuerpo). La fórmula moderna del cuerpo lo convierte en un resto (cuando el ser humano está separado del cosmos, de los otros y de sí mismo). En la vida cotidiana, el cuerpo se suaviza y el sujeto vive en una relación de transparencia consigo mismo. El cuerpo sólo plantea dificultades provisorias y las preocupaciones a las que se enfrenta nunca lo llevan a ese sentimiento límite de estar clavado a un cuerpo cuya vida secreta se volvió en su contra.

 

La respiración sensorial de lo cotidiano. “El flujo de lo cotidiano tiende a ocultar el juego del cuerpo en la aprehensión sensorial del mundo que lo rodea o en las acciones que el sujeto realiza”. La experiencia humana se basa en lo que el cuerpo realiza. La persona habita corporalmente el espacio y el tiempo de la vida. Las estructuras urbanas favorecen una utilización constante de la mirada. La vida social urbana induce a un crecimiento excesivo de la mirada y a una suspensión o a un uso residual de los otros sentidos, cuyo uso pleno el hombre sólo encuentra en los límites del hogar.

 

El dominio de la mirada. En la actualidad la mirada es la figura hegemónica de la vida social urbana. Al compararse las relaciones entre las personas que viven en las grandes ciudades con aquellas que viven en las pequeñas ciudades, las grandes se caracterizan por una marcada preponderancia de la actividad de la vista por encima de la audición. La mirada se convirtió en el sentido hegemónico de la modernidad (cámaras de video en los negocios, las estaciones de tren, los aeropuertos, los bancos, el subterráneo, las fábricas, las oficinas, ciertas calles o avenidas, etc.). La experiencia sensorial de la persona que vive en las ciudades se reduce en esencia a lo visual. La mirada (sentido de la distancia, representación, vigilancia) es el vector esencial de la apropiación que la persona realiza de su medio ambiente. Si quienes habitan en la ciudad quieren vivir una mayor intimidad con su cuerpo, ha de encontrar en el campo la posibilidad de pasear sin rumbo fijo y liberar sus sentidos, estableciendo una relación física con los lugares que recorren.

 

La ciudad dejó de ser un espacio de callejeo para convertirse en una enramada de trayectos que es necesario llevar a cabo obligatoriamente. Para la persona apurada lo único importante es la mirada, por lo que su propio cuerpo constituye un obstáculo que le impide avanzar.

 

Los lugares en los que se vive. En occidente se vive en diferentes estilos de casas. Sin embargo, las habitaciones que componen los grandes barrios, ciudades-dormitorio, las torres, entre otros, son más “máquinas de vivir” (Le Corbusier, s.f., citado por Le Breton, 1990) que prolongaciones materiales de lo corpóreo del ser humano (aposentos con destino unívoco, cerramientos delgados que no detienen los sonidos de una casa a otra, prohibiciones que limitan el espacio, espacios reducidos, etc.). En tales habitaciones el cuerpo se reduce a una suma de necesidades arbitrariamente definidas (sin historia, sin cualidades, simple volumen). La vida social que mide con celo el espacio hace necesaria la hospitalización de los enfermos o de los ancianos en lugar de recibir los cuidados en su domicilio o terminar su vida rodeados por la familia. El cuerpo es concebido en estas habitaciones para funcionar en un espacio y no para vivir en él. Donde impera la funcionalidad de la casa o del espacio urbano se reduce en cambio la experiencia sensorial y física, o se desliza hacia la molestia (hasta convertirse en algo incómodo). En una casa tradicional la totalidad de la experiencia sensorial adquiere dignidad (llena de olores, sonidos, voces, experiencias táctiles por los materiales de que está hecha). Se convierte en “cuerpo no orgánico del hombre” (Marx, s.f., citado por Le Breton, 1990, p. 108). La casa y el espacio social tradicionales inscriben en la persona un universo construido a su escala (extensión cultural del cuerpo) que le garantiza seguridad física y moral.

 

Ruidos. La vida cotidiana está inmersa de sonidos (voces y movimientos de la gente cercana, aparatos domésticos, radio, televisión, discos, crujido de madera, canillas, ecos de la calle o del vecindario, campanilla del teléfono, etc.). Se da una red de sonidos que impregna el curso de la existencia y le da un aspecto familiar. Sin embargo, para los contemporáneos, el ruido aparece como algo desagradable. El ruido es lo que más molesta a la gente en su cotidianeidad. La vida social adquiere relevancia por un fondo sonoro que no cesa nunca. La concentración urbana transforma esta trama en ruido (autos, autobuses, motos, motocicletas, subterráneos, etc.). Ante este panorama, la casa parece en principio un sitio privilegiado para amortiguar los ruidos externos y acoger los sonidos familiares que contribuyen a darle a la persona ese sentimiento de seguridad personal.

 

Del mismo modo que no nos molestan los olores corporales propios, tampoco percibimos como molestos los ruidos que producimos. Son siempre los otros quienes hacen ruido. El acostumbramiento al ruido desactiva la agudeza auditiva y la molestia. Una sobrecarga sonora afecta poco al organismo El ruido es un problema de apreciación personal, no es un dato objetico (lo que para alguien es ruido para otra persona es acompañamiento sonoro familiar). El ruido se convierte en la presencia indeseable del otro en el centro del dispositivo personal. Desde hace algunos años, se destaca el valor necesario del silencio en la vida cotidiana. Lo que se busca no es tanto el silencio sino una integración más armoniosa del ruido cotidiano, una amortiguación del impacto sonoro de instrumentos de los que no se puede abstener.


Olores. Los olores de la vida cotidiana señalan la intimidad más secreta del individuo. En la vida del sujeto imperan muchos olores, a pesar que no se les presta mucha atención e incluso se los oculta en el plano social y cultural. El olfato es el sentido menos diversificado, menos calificable, a pesar que está siempre presente y actúa en nuestros comportamientos. El vocabulario olfativo no es muy extenso y por lo general es despectivo (“no puedo soportarlo”, “es un hediondo”, “es una basura”, etc.). Olores sin ilación jalonan la cotidianidad (de manera íntima y secreta) que al hablar de olores con otra persona, raramente se refiere a éstos. Todas las personas emiten un olor único que se desprende de la piel e interfiere en los intercambios que se tiene con los demás. El olor corporal, ligado al metabolismo de cada individuo no es el mismo en cada momento del día y de acuerdo con los estados de salud. Cada persona parece no tolerar la intrusión de un olor corporal distinto del propio en su espacio íntimo, excepto que le sea conocido y familiar (de un ser cercano con el que es posible mantener contacto físico).

 

El olfato es socialmente sospechoso y se lo reprime (no se habla de ello salvo para establecer una convivencia con un mal olor). El olor es la parte mala de la otra parte mala del individuo. El ser humano es un animal que no quiere oler, y en esto se distingue de las otras especies.

 

Siguiendo esta línea de pensamiento, Freud, en El malestar en la cultura, asocia el retroceso del olfato al desarrollo de la civilización. Al adoptar la postura vertical, el hombre se deshace de su fidelidad al olfato, se distingue del reino animal y este cambio de régimen vital lo lleva a privilegiar la vista (Le Breton, 1990, p. 119).

 

El cuerpo presente-ausente. Una amplia red de expectativas corporales recíprocas condiciona los intercambios entre los sujetos sociales. En una misma trama social, las sensaciones, la expresión de las emociones, los gestos, las mímicas, las posturas, las normas que rigen las interacciones, las representaciones, etc., todas las figuras corporales son compartidas por los sujetos dentro de un estrecho margen de variaciones. La aproximación de la experiencia corporal y de los signos que la manifiestan a los otros, compartir ritos vinculados con la sociabilidad, son las condiciones que posibilitan la comunicación, la transmisión constante de los sentidos dentro de una sociedad dada. La sociedad occidental está basada en un borramiento del cuerpo, en una simbolización particular de sus usos que se traduce por el distanciamiento.

 

Ritos de evitamiento, tales como no tocar al otro (salvo circunstancias de familiaridad entre los interlocutores), no mostrar el cuerpo total o parcialmente (salvo circunstancias precisas), entre otros ejemplos.

 

Reglas del contacto físico, como dar la mano, abrazarse, la distancia entre los rostros y el cuerpo, entre otros.

 

Toda sociedad implica ritualización de las actividades corporales. El sujeto simboliza en todo momento a través del cuerpo (gestos, mímicas, etc.). Las sociedades determinan los límites y circunstancias de tales usos. En la cotidianidad, la ostentación del cuerpo es regla en ciertos lugares, ciertos momentos (por ejemplo del papel higiénico, de tampones, toallas protectoras, ropa interior). El cuerpo sólo se vuelve transparente en las sociedades occidentales en los momentos de crisis de excesos (dolor, cansancio, heridas, imposibilidad física de llevar a cabo algún acto, sea la ternura, la sexualidad, el placer, la gestación, la menstruación, etc.).

 

Los ritos de borramiento. La existencia del cuerpo parece remitir a una gravedad dudosa que los ritos sociales deben conjurar. Una negación promovida al rango de institución social. El rechazo a tocar a alguien o a que un desconocido nos toque. La actitud cuidadosa al estar en lugares públicos o la sensación que surge cuando alguien es sorprendido en una actitud inconveniente o insólita.

 

El cuerpo expuesto. La publicidad produce un avance audaz al abordar los temas corporales relacionados con la vida privada y asociados con la vergüenza al ser revelados públicamente (anunciar preservativos, ropa interior, tampones, desodorantes, zoquete o papel higiénico, entre otros). El humor es utilizado como ritual para desarmar la sensación de molestia. El humor es la forma cultural para abordar temas prohibidos o delicados; cumple una función social que autoriza el enfoque de tales temas. Las sociedades occidentales muestran una tendencia a incluir menos los datos corporales a la condición humana que otras sociedades. Por ejemplo, en el subterráneo, el autobús, el tren, los ascensores, sala de espera, son los lugares en los que se manifiesta en mayor medida el distanciamiento. La mirada se posa en cualquier lado que no sea la persona que esté enfrente.

 

Referencia bibliográfica

 

Le Breton, David (1990). “Capítulo 5: Una estésica de la vida cotidiana” y “Capítulo 6: Borramiento ritualizado o integración del cuerpo”. En: Antropología del cuerpo y modernidad (pp.91-139). Editorial: Nueva Visión. Buenos Aires.

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